“Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre las dificultades sexuales era claramente imposible”. Esta es la primera línea de Chesil Beach, la magnífica penúltinovela de Ian McEwan.Corrían los primeros sesenta; los protagonistas, Florence y Edward, eran veinteañeros que se habían conocido en una manifestación contra las armas nucleares, en Londres. En la contraportada del libro, publicado por Anagrama, los editores adhieren a la idea de un preciso y curioso mojón bien plantado en el corazón del Reino Unido y, quizá, de Occidente todo: “Es un día de julio de 1962, un año antes de que, según Philipp Larkin, en Inglaterra se empezara a follar, cuando El amante de Lady Chaterley aún estaba prohibido y no había aparecido el primer LP de los Beatles”.

Más allá de las controversias sobre Larkin, me sorprende gratamente su atrevimiento al establecer la indiscutible fecha del origen del sexo en el 63 (meses más, meses menos, según la región y la estación de que se trate). Y aunque pocos osarían dibujar una línea divisoria tan tajante sobre el año en que empezó el erotismo, muchos (de este lado del mundo) le habrán dado inmediatamente la razón.

Hablamos, por supuesto, del sexo tal como lo conocemos hoy, en contraposición a aquellas prácticas regladas y autorizadas única y exclusivamente dentro del contrato matrimonial para las mujeres y con cierto grado de “vista gorda” para algunos hombres. Nótese, sin embargo, que McEwan habla de virginidad e inexperiencia compartidas en la noche de bodas.

Y de esto hace apenas unas pocas décadas. De esto de casarse para “consumar”, de aguantarse por la honra (o para eludir el ‘qué dirán’) tras años de padecer la compañía de suegras y cuñados en cada salida al cine o al ir a tomar una leche merengada. Porque… ¿a quién no le ha contado su madre o su tía sobre aquellos paseos con el noviecito y su madre o su hermano menor al medio, como garantía de otra tarde de “virtud”(y desesperación)?

Nunca casarse ha vuelto a ser igual después de la irrupción de los Beatles, el mayo francés y toda la eclosión juvenil de los sesenta, podríamos convenir, ¿no le parece?

Para muestra, una perla lingüística: “Vivir en el pecado”. Una frase muy escuchada en nuestro hemisferio, que también se repite hasta el hartazgo en la Alemania de los sesenta. “Si les dejo vivir aquí en el pecado, voy contra la ley”, anuncia, grave, una casera, a los jóvenes de la interesante cinta alemana Si no nosotros, quién («Wer wenn nicht wir»), de Andreas Veiel, que llega desde la última edición de la Berlinale.

Claro que los inquilinos, ni caso. “Nuestro amor tiene otras leyes”, proclaman.

 

El filme habla de la peligrosa relación paterno-filial de algunos ideólogos del nazismo con los líderes rebeldes ligados a la banda terrorista Baader-Meinhof o Rote Armee Fraktion (RAF). Pero, además, traza un interesante paisaje de época sobre esta salida abrupta de la virginidad hacia los extramuros del sexo, las relaciones a tres y la renuncia al propio deseo por conjugar con los tiempos. Y las chicas, una vez más, muestran que cuando están dispuestas a salir a la calle a reivindicar asuntos políticos o sociales, muy probablemente serán tanto o más temerarias en la cama. La osadía femenina no suele acabar en las manifestaciones públicas.

Tiempos primeros de píldora anticonceptiva e ideales largamente inspiradores sin aplicación práctica (salvo para los publicistas), los sesenta permitieron a los chicos y chicas que hoy tienen sesentayalgunos años experimentar con más o menos dolor, por fin, la vida desobediente.

 

Ahí están también los parisinos, nativos y residentes, hijos de la burguesía local o estudiantes de intercambio, en el mayo francés según Bertolucci: conviene hacer un repaso de Soñadores (The dreamers, 2003), basada en la novela The Holy Innocents de Gilbert Adair. Ahí, también, otra mujer entre dos hombres y expándiendose, rebalsando el triángulo, la vida entera, la suya y nada más que suya, con su propio reglamento para el cielo y para el sexo.
Siempre solos y siempre juntos, más o menos desde aquel mayo.

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